El pesimismo defensivo
Imagina por un momento que estás a punto de enfrentarte a un nuevo desafío, sea cual sea.
En este momento, tu diálogo interno es determinante en cómo te sientes y cómo te enfrentas a esa situación.
Si te estás diciendo a ti mismo/a: “No soy lo suficientemente bueno/a para esto”, estás estableciendo una barrera mental que va a limitar tu capacidad para afrontar el reto de manera efectiva.
Por otro lado, si te dices a ti mismo/a: “Puedo hacerlo, me voy a esforzar al máximo”, estás adoptando una mentalidad de crecimiento que te impulsa hacia el éxito, potenciando tus posibilidades de conseguir aquello que te propones.
Muchas personas suelen adoptar el primer tipo de mensajes, justificando su elección con argumentos como: “Cuando esperas lo peor, si luego sale mal ya lo tienes asumido y no duele tanto. En cambio si sale bien, pues eso que te llevas”.
Esta actitud es la que llamamos pesimismo defensivo.
El pesimismo defensivo es una actitud que muchas personas asumen de manera automática e inconsciente. Consiste en proyectarse en el fracaso o en lo negativo de una situación, no porque realmente la persona esté convencida de ello (ya que de ser así ni siquiera se expondría a esta situación), sino para rebajar la presión y las expectativas cuando ella misma no consigue manejarlas de manera adecuada. Veámoslo a partir de un ejemplo:
Una chica decide prepararse para sacar plaza en unas oposiciones. Cuando coge los libros y ve todo el temario que ha de estudiar se dice a sí misma: “Con todo este temario y con tantas personas tratando de conseguir una plaza, seguro que no lo consigo, pero bueno… vamos allá”.
Este diálogo interno, como decíamos, contribuye a rebajar la presión que esta chica siente frente a la abrumadora montaña de apuntes, de manera que ahora tiene la sensación de que su objetivo resulta más sencillo. El peso de las expectativas y las emociones complejas, implícitas en este desafío, pierden sentido en el mismo momento en el que ella misma ha dado por sentado que no lo va a conseguir. (Negada toda posibilidad de éxito, no merece la pena tenerle miedo al fracaso).
Por lo tanto, podemos decir que este mensaje interno, a corto plazo, cumple su función, pero al mismo tiempo, sin siquiera darse cuenta, esta chica se está programando mentalmente para fracasar.
En un primer momento el pesimismo defensivo va a hacer que sintamos un inmediato alivio por rebajar el peso de las expectativas, pero la clave de este funcionamiento reside en un autoengaño. La presión y las expectativas forman parte de los objetivos que queremos alcanzar, así que cuando tratamos de rebajarlas, también estamos rebajando nuestro objetivo principal. Ahora “conseguir plaza en unas oposiciones”, ha pasado a ser “estudiar para una plaza de oposiciones que yo misma he decidido que no voy a conseguir”.
Este mensaje es un completo sinsentido.
El marco mental desde el que la chica del ejemplo inicia su andadura en los estudios no contempla en ningún momento la posibilidad de conseguir su objetivo. Justamente, para que el pesimismo defensivo sea efectivo y la presión se mantenga a niveles soportables, es necesario que la negación de la posibilidad de éxito se mantenga firme. En el momento en que esta negación se debilite, y la persona empiece a creer que puede conseguir su objetivo, la presión va a aumentar automáticamente. Por tanto, el pesimista defensivo, incapaz de gestionar la presión que supone el reto, se esfuerza en mantener alejada toda posibilidad de éxito.
Cuando una persona sostiene este pensamiento pesimista, a medio plazo el sinsentido del mensaje interno va creciendo cada vez más (“estudiar para no conseguir nada”), hasta ser insostenible. Pensar que se está dedicando esfuerzo, tiempo, dinero… para no conseguir nada, llega a ser sumamente frustrante. Llegados a este punto es probable que la chica del ejemplo acabe por abandonar sus estudios. El autoengaño se va haciendo cada vez más evidente y el pesimismo defensivo va perdiendo fuerza.
Pero si la chica de nuestro ejemplo consiguiera sostener esta dinámica pesimista a largo plazo, lo más común que puede ocurrir es que oposite sin estar realmente preparada para sacar una plaza, puesto que esta posibilidad jamás ha sido contemplada en su mente. Lastimosamente, lo más evidente que puede ocurrir es que se acabe cumpliendo el ciclo de su profecía, fracasando en su objetivo, puesto que desde el inicio se ha estado preparando para ello.
Más allá del ejemplo utilizado en el artículo para ilustrar el funcionamiento del pesimismo defensivo, éste mecanismo condiciona e influye enormemente en todos los ámbitos de nuestra vida, no solo en el ámbito profesional o académico.
Alguien que, por ejemplo, quiere presentarse a un grupo nuevo de personas y se dice a sí mismo/a: “Seguro que no les voy a parecer interesante, pero puestos a estar solo/a, voy a intentar conversar con ellos…”. O alguien que decide confesar sus sentimientos a la persona que le gusta y piensa: “Seguro que me rechaza, pero como quedándome callado/a tampoco voy a conseguir nada, voy a decírselo…”. En ambos casos, mediante el pesimismo defensivo la persona encuentra el valor necesario para intentar acercarse a los demás y cumplir su objetivo. Sin embargo, la falta de convencimiento en conseguirlo contribuye a que su acercamiento sea pobre, lastimoso, patoso… Este pensamiento hará que así sea como se proyecta la persona, y por lo tanto, facilita que así sea como la perciban finalmente los demás. Con esta carta de presentación, efectivamente, las posibilidades de gustar a alguien disminuyen.
Y lo peor de todo es que, cuando esto ocurra, la persona más se va a convencer a sí misma de que tenía razón en pensar de manera pesimista, puesto que sus profecías se acaban cumpliendo. Incapaz de comprender la gran influencia que este pensamiento pesimista tiene a la hora de conseguir los resultados que desea, sigue alimentando este recurso y acrecentando este autoengaño a base de acumular cada vez más fracasos. De esta manera la rueda no deja nunca de girar.
¡Pero existe una solución!
La respuesta más adecuada en este tipo de situaciones es dotar a la persona que se enfrenta a un reto desafiante de una capacidad adecuada para manejar la presión y las expectativas, lo que al mismo tiempo implica una buena autogestión emocional de aquellas emociones complejas que pueden aparecer en el camino hacia la meta propuesta.
Con una mejor autogestión, la persona será más capaz de proyectarse en positivo y sostener el peso mental y emocional que implica el reto que ha decidido llevar a cabo, de manera que no necesitará recurrir a recursos mentales para evitar sentir dicha presión, ya que será capaz de afrontarla.
Cuando la persona es capaz de hacer frente a los retos de una manera adecuada, los mensajes pesimistas van a cambiar:
“Si me esfuerzo, lo puedo conseguir, me pondré a estudiar para sacar plaza.”
Somatización, la conexión entre el cuerpo y la mente
Se entiende por somatización la expresión de síntomas físicos que no pueden explicarse por una causa orgánica, es decir, que no se corresponden a una enfermedad o afectación identificable y detectable en el cuerpo.
Y es que, por más que a muchos les cuesta creer que esto sea posible, una de las funciones del cuerpo es la de actuar como alarma de nuestro mundo emocional. Es decir, que la aparición de un dolor físico puede, en ocasiones, ser debido a un malestar emocional que no se ha podido resolver, y que se expresa a través del cuerpo, indicándonos que hay algo en nuestro mundo emocional que requiere nuestra atención. Por lo tanto, la somatización, pone de relieve la conexión que, efectivamente, existe entre el cuerpo y la mente.
Una evidencia de esta conexión la encontramos en el hecho de que, cuando experimentamos una emoción como puede ser la tristeza, ésta genera un conjunto de reacciones físicas en nuestro cuerpo, como puede ser el llanto. Siguiendo con este ejemplo, podemos asumir que las lágrimas suponen la expresión mediante el cuerpo de una emoción, como es en este caso, la tristeza. Se ha comprobado que esta reacción (llorar), no es una reacción cualquiera ni carente de sentido. Mas bien todo lo contrario. Las lágrimas nos calman, debido a la liberación de oxitocina y endorfinas, provocando una sensación de alivio físico y emocional. Es habitual que después de una gran llorera nos sintamos cansados y nos entre sueño. Llorar nos ayuda a liberar la carga emocional de nuestra tristeza, de la misma manera que el cuerpo libera cada lágrima, y esta liberación nos permite descansar.
Los síntomas físicos, evidentemente, provocan cambios en la vida cotidiana de la persona que los sufre. Le impiden realizar actividades que desearía poder llevar a cabo con normalidad, afectan a sus relaciones con los demás, disminuyen su rendimiento laboral, etc. Cuando estas situaciones ocurren, lo más normal es que la persona se centre en estos síntomas físicos, tratando de entender su causa, para poder dar con un remedio. Habitualmente, la preocupación aumenta cuando, después de varias pruebas y visitas médicas con diferentes especialistas, parece que nadie consigue descifrar la naturaleza de sus dolencias. En este escenario, es usual escuchar declaraciones como “puede que se deba a los nervios, procure tranquilizarse”, lo que es una forma banal de decir, en realidad, “puede que su malestar se deba a una causa emocional”. Cuando estamos dispuestos a aceptar la conexión entre el cuerpo y la mente, es cuándo podemos cambiar el foco, dejar de centrarnos en el síntoma como tal y centrarnos en descubrir lo que el síntoma trata de decirnos.
El síntoma somático, como todo síntoma psicológico, tiene su función.
Como decía anteriormente, los síntomas físicos impiden a la persona que los sufre. La somatización provoca que la persona no pueda seguir con lo que estaba haciendo y la obliga a poner la mirada en sí misma (en la propia persona) y analizar qué le está pasando, puesto que el cuerpo indica que algo falla. Este síntoma, que no por ser somático deja de ser un síntoma real, ha venido a hacer lo que la persona no ha sido capaz de hacer por ella misma: detenerse y analizar.
Me gusta decir que la somatización actúa como el testigo luminoso de un coche, que se enciende cuando detecta que algo no funciona adecuadamente. Este testigo nos indica que debemos parar para llevar el coche al taller y solucionar aquello que no funciona antes de seguir adelante. Por desgracia, todos sabemos de muchas personas que deciden seguir conduciendo, ignorando la señal, hasta que un día, cuando menos se lo esperan, el coche falla y les deja tirados en el momento menos oportuno.
El síntoma somático actúa de una forma muy similar.
Cuerpo y mente son sabios. Es muy posible que hacer caso a la señal luminosa (al síntoma somático), no siempre sea tan sencillo ya que puede implicar encontrarse de frente con una serie de emociones desagradables que la persona, de manera inconsciente, trata de evitar a toda costa. Dejar de acudir a una cita, puede generar sentimientos de culpa por sentir que se está fallando a los demás; disminuir el rendimiento en el trabajo, puede generar sentimiento de fracaso; no realizar una actividad que uno desea, puede generar sentimientos de frustración, etc. Estos son solo algunos ejemplos de creencias y emociones vinculadas a la realización (o más bien, a la no realización) de actividades relacionadas con diferentes dimensiones vitales de una persona que pueden acarrear sufrimiento.
Cuando la gestión de estas emociones se convierte en algo demasiado complicado o doloroso, la somatización aparece en forma de mecanismo de defensa contra ellas, llevando a la persona a poner toda su atención en el síntoma, en vez de hacer frente a dichas emociones. El foco se mantiene en el exterior, en aquel dolor corpóreo que ahora no permite seguir adelante con normalidad. La persona cumple con su papel de paciente y espera a que los médicos le aporten una solución, convencida de que la causa dé su dolencia reside en el cuerpo, y no piensa ni por un segundo la posibilidad de poner el foco hacia el interior, es decir, hacia la mente. Así pues, mientras estas emociones quedan sin resolver, escondidas tras el síntoma físico que acapara toda la atención, el síntoma físico perdura igual que una alarma que no cesa, indicando constantemente que algo no funciona. La somatización trata de evitar la emoción, por ser esta más dolorosa de afrontar que el propio dolor del cuerpo.
En conclusión, después de todo lo expuesto, queda señalar la importancia de la interpretación que hacemos sobre las expresiones de nuestro cuerpo, de cara a la comprensión de los síntomas físicos. Esta lectura del síntoma supone la base para comprender el propio funcionamiento de uno mismo y poder remediar tanto el cuerpo como la mente. Debemos aprender a diferenciar cuándo un síntoma físico puede ser indicador de dolencia, lesión o enfermedad, y cuando este síntoma puede estar actuando como indicador de la presencia de una angustia emocional sin resolver. Dicho de otra manera, debemos aprender a leer lo que el cuerpo expresa.